Érase una vez… un pueblo que era como nuestro cuerpo. Cada miembro trabajaba para el bienestar propio y de la comunidad, de forma que todos estaban muy ocupados con su propia tarea. En este pueblo había un río que bañaba el pueblo de arriba a abajo. Sin embargo, este era un río muy especial pues no tenía movimiento propio y necesitaba de una noria que lo pusiera en marcha. Este río era de vital importancia pues protegía los organos de gobierno del pueblo, nuestro cerebro. Era tan importante que el pueblo creó un puesto de vigilancia al final del río y lo llamó el Sacro, el sagrado, donde un monje estaba pendiente de la corriente del río. Mientras la noria (nuestras piernas y nuestar pelvis) estaba en marcha, el monje podía estra tranquilo: el río se movería, pero, ay, si la noria dejaba de moverse durante mucho rato o, peor aún, se creaban presas en el río (sentandonos de forma incorrecta, por ejemplo), el río se estancaba. Para ese momento, el monje tenía una cuerda, atada a una campana y a hacía repitar con todas sus fuerzas, para que no olvidemos nunca que debemos movernos, para que el río (el liquido encefalo-raquideo) fluya y bañe los órganos de gobierno (nuestro cerebro) para que todo el pueblo (nuestro cuerpo), funcione de forma eficiente.